Las flores de aquel parque siempre enmarcaban de color la carretera hacia la hacienda. El carruaje se paró junto a la entrada y el servicio recibió a los invitados como si acogieran a un miembro de la realeza. El primero en bajar fue un hombre delgado, de perfil aguileño, y serio. Al bajar realizó un ademán, cediendo su mano para ayudar con la bajada a su acompañante. Una pequeña mano se descubrió alargándose desde el interior del carruaje. Con la seguridad de la mano que apretaba, bajó del vehículo de un vivaz salto que hizo que su vestido rosa flotara en el aire como el algodón de azúcar que tanto le gustaba de las ferias itinerantes. Al aterrizar se pudo observar una sonrisa de satisfacción y pícara mirada insertada en su pálido rostro. Un leve tirón de su brazo la hizo entender que había defraudado nuevamente a su padre.
Un hombre regordete bajó el marco de
la entrada y abrió los brazos para saludar. Escondido tras sus piernas asomaba
un muchacho de corta edad que miraba con curiosidad y timidez.
Ambos señores se sentaron en un
salón a tomar té, fumar y hablar sobre una sociedad de la que nunca estaban
contentos. <<Enséñale los jardines>>, ordenó el dueño a su hijo mientras
con un seco gesto apremiaba a los niños a que saliesen de la sala y se
divirtieran.
Los guijarros que servían como
camino entre jardines rebotaban ante las dubitativas patadas del joven guía.
Con mirada fija al suelo y silencio sepulcral, dictaminaba el camino que
siempre recorría solo, para distraerse, sumiéndose en sus pensamientos. Casi
había olvidado que estaba acompañado hasta que una pregunta le hizo despertar.
- ¿Qué aventura esconden estos
jardines?
-
Ninguno. Son fríos y tranquilos. No suele venir nadie, excepto aquellos que
cuidan de él.
- ¿Y estas estatuas? Este jardín es
antiguo, seguro que hay una historia tras él.
- Son importadas o encargadas. A mi
padre le gusta el arte clásico.
La
joven atosigó a aquel chico con cientos de preguntas más. Era curiosa e
imaginativa. Por el contrario, él era cauto y analítico. Ella inventaba historias
sobre aventuras fantásticas las cuales él no podía o quería interrumpir.
Observó que los personajes a los que dedicaba más tiempo, y los cuales hacía
que le brillaran los ojos al describirlos, eran personajes distintos a la
sociedad conocida. Eran valientes, misteriosos y galantes. Él se irguió, sonrió
y adoptó una pose elegante que le hacía quedar ridículo con aquel pelo
desgarbado. <<Sígame>>, dijo engolando la voz. <<Quiero
mostraros algo.>>
Atravesaron los jardines a gran
velocidad. Tras una abertura coronada por un templete se apreciaba una gran
estructura de vidrios como paredes. <<La sala de baile de cristal de mi
madre.>> Aquella niña interpretó la mayor cara de sorpresa que alguien
pudiera expresar ante el arte. Por primera vez contuvo el aliento y observó con
determinación el interior. <<Entremos>>, dijo cuando pudo articular
palabra. <<No. Es lugar de luto.>> Antes de poder rebatir la
respuesta, una campanilla que sonaba repetidamente los hizo mirar hacia la
casa. Los dos corrieron hacia la llamada. Al llegar a la entrada el carruaje
volvía a estar preparado, su padre reverenciaba con la cabeza a su joven guía e
indicaba a su primogénita que debía subir para iniciar la vuelta a casa. Al subir,
ella asomó su rostro por la ventana. Él hizo una reverencia y levantó la cabeza
con una mirada pícara. Ella entornó sus ojos al suelo y sus mejillas
descubrieron rosetas arrebol. Su padre espetó narrando un epílogo con sarcasmo:
<<El gran diferencial de cualquier aventura es que no se puede falsear una
gran química.>>
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