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jueves, 19 de mayo de 2022

Química entre rosetas

Las flores de aquel parque siempre enmarcaban de color la carretera hacia la hacienda. El carruaje se paró junto a la entrada y el servicio recibió a los invitados como si acogieran a un miembro de la realeza. El primero en bajar fue un hombre delgado, de perfil aguileño, y serio. Al bajar realizó un ademán, cediendo su mano para ayudar con la bajada a su acompañante. Una pequeña mano se descubrió alargándose desde el interior del carruaje. Con la seguridad de la mano que apretaba, bajó del vehículo de un vivaz salto que hizo que su vestido rosa flotara en el aire como el algodón de azúcar que tanto le gustaba de las ferias itinerantes. Al aterrizar se pudo observar una sonrisa de satisfacción y pícara mirada insertada en su pálido rostro. Un leve tirón de su brazo la hizo entender que había defraudado nuevamente a su padre.

            Un hombre regordete bajó el marco de la entrada y abrió los brazos para saludar. Escondido tras sus piernas asomaba un muchacho de corta edad que miraba con curiosidad y timidez.

            Ambos señores se sentaron en un salón a tomar té, fumar y hablar sobre una sociedad de la que nunca estaban contentos. <<Enséñale los jardines>>, ordenó el dueño a su hijo mientras con un seco gesto apremiaba a los niños a que saliesen de la sala y se divirtieran.

            Los guijarros que servían como camino entre jardines rebotaban ante las dubitativas patadas del joven guía. Con mirada fija al suelo y silencio sepulcral, dictaminaba el camino que siempre recorría solo, para distraerse, sumiéndose en sus pensamientos. Casi había olvidado que estaba acompañado hasta que una pregunta le hizo despertar.

            - ¿Qué aventura esconden estos jardines?

  - Ninguno. Son fríos y tranquilos. No suele venir nadie, excepto aquellos que cuidan de él.

            - ¿Y estas estatuas? Este jardín es antiguo, seguro que hay una historia tras él.

            - Son importadas o encargadas. A mi padre le gusta el arte clásico.

La joven atosigó a aquel chico con cientos de preguntas más. Era curiosa e imaginativa. Por el contrario, él era cauto y analítico. Ella inventaba historias sobre aventuras fantásticas las cuales él no podía o quería interrumpir. Observó que los personajes a los que dedicaba más tiempo, y los cuales hacía que le brillaran los ojos al describirlos, eran personajes distintos a la sociedad conocida. Eran valientes, misteriosos y galantes. Él se irguió, sonrió y adoptó una pose elegante que le hacía quedar ridículo con aquel pelo desgarbado. <<Sígame>>, dijo engolando la voz. <<Quiero mostraros algo.>>

            Atravesaron los jardines a gran velocidad. Tras una abertura coronada por un templete se apreciaba una gran estructura de vidrios como paredes. <<La sala de baile de cristal de mi madre.>> Aquella niña interpretó la mayor cara de sorpresa que alguien pudiera expresar ante el arte. Por primera vez contuvo el aliento y observó con determinación el interior. <<Entremos>>, dijo cuando pudo articular palabra. <<No. Es lugar de luto.>> Antes de poder rebatir la respuesta, una campanilla que sonaba repetidamente los hizo mirar hacia la casa. Los dos corrieron hacia la llamada. Al llegar a la entrada el carruaje volvía a estar preparado, su padre reverenciaba con la cabeza a su joven guía e indicaba a su primogénita que debía subir para iniciar la vuelta a casa. Al subir, ella asomó su rostro por la ventana. Él hizo una reverencia y levantó la cabeza con una mirada pícara. Ella entornó sus ojos al suelo y sus mejillas descubrieron rosetas arrebol. Su padre espetó narrando un epílogo con sarcasmo: <<El gran diferencial de cualquier aventura es que no se puede falsear una gran química.>>


Templete de Baco, Parque El Capricho, Madrid


martes, 20 de julio de 2021

La chica del vestido marrón

 El poeta refunfuñó ante sus propios pensamientos. Se levantó con dificultad y se aclaró la cara con un cuenco de agua que tenía junto al camastro. Aquel que antaño levantaba pasiones con sus palabras se encontraba decaído y en reyerta constante contra dolores musculares.

            La madrugada aún no se había ido. El poeta salió de la pequeña cabaña observando el cielo. <<Hoy estará despejado>>, se dijo. Bajó la pequeña ladera y se acercó a aquel banco situado en la cresta de los riscos. Se sentó observando el reflejo de la luna y las estrellas más brillantes en el agua marina de aquella cala. Sus pensamientos le llevaron al día anterior. <<Es usted, ¿verdad? El autor de La chica del vestido marrón. Como usted; viajo para escribir, para aprender. Aún recuerdo su paso por mi ciudad cuando tan sólo tenía doce años. El gentío estallaba de emoción ante sus poesías y sonetos. Pero su última obra, la que sólo recitó una vez… Aquella que hizo que se retirara aquí, supongo. ¿En quién se basó? ¿Quién pudo inspirar aquellas palabras que, como la mejor música y pintura, eran tan perfectas y precisas como las matemáticas, maestro?>>.

            El poeta suspiró, poco a poco el día se iba abriendo, temía que su soledad se viera afectada por la aparición de tan curioso individuo. Si bien sus respuestas fueron escuetas y su tono solemne al hacer prometer que jamás le hablaría a nadie de su localización, el hecho de que su obra aún calara en los corazones de las personas hizo templar su alma. Aquel joven que empezó con jocosas diatribas sobre la estulticia de la descendencia de las personas más adineradas, había acabado escribiendo romances y sonetos sobre quién propició su retiro.

            Soleado empezaba a ser el día. La luna y las estrellas hacía tiempo que habían sido vencidas y recluidas nuevamente hasta la noche. La marea arrastraba pequeñas olas que, tras de sí, dejaban en la orilla una estela de espuma de mar de efímera belleza. El poeta, con mirada melancólica, contempló aquella cala. Aún podía verla hundir sus pies a la espera del roce de aquella espuma que destemplaba cuerpo y pensamientos. <<¿De qué murió?>>, resonaba en sus pensamientos la última pregunta que aquel curioso y fugaz viajero se atrevió a hacerle. <<¿Quién dio que muriera?>>.

 

"El mundo es un libro y aquellos que no viajan sólo leen una página".

- Anónimo.

domingo, 11 de abril de 2021

Diálogo de gentes

     - Me aburre la gente.

El sol empezaba a esconderse tras las copas de los pinos, el prado primaveral ya no era tan colorido y la brisa fresca dejó de ser agradable. Aún así ambos yacían tumbados en la hierva mirando un cielo cada vez más oscuro.

    - ¿Eso es en lo que llevas pensando todo el rato?

    - No. Pero es la conclusión de mis pensamientos.

    - Que la gente te aburre.

    - Que la gente me aburre.

    - En general. Yo te aburro también.

    - Tú más que nadie.

    - ¿Y por qué quedas conmigo, exactamente?

    - El roce hace el cariño, los años, me comprendes, te tolero, no sé…

    - Que tierno…

Él se giró enarcando una ceja que podía verse a través de sus gafas de sol. Esbozó una sonrisa y negó suavemente con la cabeza dando por finalizada la conversación.

    - Va, juguemos. ¿Por qué te aburre la gente? – Dijo ella a los pocos minutos.

    - Déjalo, es una idiotez.

    - Me interesa aquello que pasa por tu cabeza. No suelen ser cosas normales y tampoco hay mucho más que hacer aquí.

    - Me aburre la gente porque son personajes planos.

    - La gente no son personajes. Son personas. Cada uno tiene su vida.

    - Y todas son iguales. El rico, el pobre, el pijo, el anarquista, el borracho… Parecen estereotipos sacados de la comedia del arte.

    - Continúa.

    - Olvida la gente que conoces, están demasiado viciados como para poder analizarlos en frío. Y fíjate en la gente nueva que conocemos. Es como si no existiera nadie interesante. El mundo carece de interés. Me aburre.

    - ¿El mundo o la gente?

    - El mundo es menos interesante por la gente… Eh, vale. Ya sé lo que estás haciendo. Muy graciosa.

    - Es que creo que piensas demasiado. La estupidez es más fácil de conseguir, ya está. Yo tengo claro que todo el mundo es interesante a su manera. Nunca sabes la guerra que está viviendo una persona. ¿Qué son simples? Pues quizás sí. Quizás su música no sea interesante para ti. O su arte. O su nivel cultural general. Pero si tú estás aquí es que hay más como tú. No somos tan únicos como creemos ser. Vive y deja de rallarte por mierdas.

    - A veces me gustaría tener tu optimismo… Y creo que el hakuna matata no era así.

    - Crees que no llevo razón. Y hakuna matata no significa lo que crees. Literalmente es "no hay problema" en suajili, pero claro... Es igual.

    - A veces me siento en una cafetería y miro a las personas que están allí. Intento mirarlos a todos por si alguien capta mi atención. No es nada que no haya visto ya. Veo los muros que la gente ha colocado en torno a ellos. Lo que hay tras ellos solo lo ahondo si captan mi interés.

El prado primaveral se había tornado azulado. Las mangas cortas pasaron a estar escondidas tras unas chaquetas vaquera y de cuero. Ambos emprendieron la marcha de vuelta a casa.

    - ¿Y qué vas a hacer? ¿Seguir conociendo gente hasta que alguien capte tu interés? Un pensamiento optimista…

    - No he dicho eso.

    - ¿Entonces?

    - Soy demasiado vago para eso. Seguiré quedando contigo.



"Pensar es el trabajo más difícil que existe. Quizá sea esta la razón por la que haya tan pocas personas que lo practiquen".

- Henry Ford.

domingo, 24 de enero de 2021

Al menos no son cinco monos

En un cuarto piso de la capital vivía un hombre de mente cerrada e ideas predeterminadas. Vivía junto con su compañera de vida, en la cual podía verse su mayor virtud a la legua: la paciencia. Aquel hombre vivía según sus costumbres, sin cambios, sin nada que lo alterara, sin emociones. No era viejo, ni joven. No era alto, ni bajo. No era guapo, ni tampoco feo. Era una de esas personas que sabes que están ahí, pero no te fijas. Cuando no trabajaba, gastaba su tiempo en la lectura. Leía psicología, pero también novelas de misterio. A veces le daba por la dramaturgia, pero se cansaba el intentar recordar quién era quién con tan poca descripción y tanto diálogo. Muy de vez en cuando salía con sus amigos y bebía. No era un borracho, no bebía a diario. Pero cuando salía cogía ese puntillo que muchos necesitan para estimular una emoción ficticia. Un día llegó a casa del trabajo, cansado y dispuesto a cenar y a acostarse. Su compañera de vida le comentó que había un perro que iban a sacrificar a no ser que lo cuidaran durante dos noches. El perro en cuestión era un chucho del tamaño de un potro recién nacido. Un mastín cruzado con un labrador, negro como el carbón y de edad adulta. “No entrará un perro en casa y menos ese diplodocus”, fue su único argumento. Su compañera de vida, de loable corazón, hizo de oídos sordos y le dispuso su decisión de ignorarle. Él, disgustado y malhumorado, salió por la puerta dando un portazo. Se reunió con sus amigos y pasó del puntillo. Al despertar a la mañana siguiente oyó fuertes ruidos que venían desde su salón. Al ir hacia allí, se encontró con cinco monos que saltaban por toda la sala. Se enganchaban a la lámpara central y tiraban todas las cosas de las estanterías mientras chillaban. El más activo de todos, de pelo albino, se le subía a los hombros y le tiraba del pelo. Ahí despertó. La resaca y la alteración de su orden habían hecho de su noche un caos. Oyó ruidos en el salón, cogió su batín y caminó con pies de plomo. Al llegar a la sala lo vio. Era más un mastín que un labrador, de imponente figura y cara de bonachón. Su compañera de vida lo miró temerosa de su reacción. “Meh, al menos no son cinco monos” fue lo que él dijo.


"Un momento puede cambiar un día, un día puede cambiar una vida y una vida puede cambiar el mundo."

- Buda.

domingo, 29 de noviembre de 2020

Pastaflora

Caminaba para despejarse. Recorría las calles y callejones de aquella ciudad esperando encontrar algo diferente en ellas. A veces se perdía. Se perdía en sus pensamientos. Memorias pasadas y posibles futuros hacían que su pecho se volviera a presionar con tal agresividad que le faltaba el aire. Sus zapatos repiqueteaban el empedrado y realizaban un acompañamiento perfecto a la musicalidad del bullicio de la hora del café. El atardecer se acercaba con premura gracias a la estación otoñal. El olor a pasteles recién hechos lo hizo sentarse en un cafetería argentina de Lavapiés. Pidió un café solo y decidió observar a las variopintas personas que la ciudad ofrecía. Había poco que observar. Grupos de jóvenes como él, parejas melosas sonriendo, algún actor de no mucho reconocimiento y camareros impasibles ante su objetivo, formaban el gentío que por allí acostumbraban a pasar. Aún le quedaba la mitad de la taza cuando entró. No parecía ser asidua por allí. Cometió el mismo error de novato que había cometido él minutos antes. Al entrar pasó la vista por la cafetería, se fijó en la madera blanca de las paredes, en la tarima ocre del suelo y en las mesas caobas del centro. En la multitud de escritos en las pizarras con dibujos realizados por tizas de colores. En los pasteles. Ahí se tomó su tiempo. Acarició con su dedo índice el mostrador de cristal hacia cada pastel que miraba. Sus ojos mostraban una concentración comparable a la del león que observa a su presa. Su dedo se deslizaba lentamente hasta que paró. Miró al camarero y pidió una pequeña pastaflora con un capuchino. Se sentó en una esquina. El capuchino estaba servido en un gran tazón rojo que le hizo recordar a aquellas series americanas donde piden cafés enormes que nunca se acaban los protagonistas. Él sonrió ante aquel plano fílmico que parecía estar viendo. No podía apartar la vista de aquella chica. Tan delicada y decidida. Tan sonriente e ilusionada. Los minutos pasaron, la media taza hacía tiempo que se había quedado fría y ella ya no ocupaba aquella esquina. Él siguió ensimismado en aquellos pensamientos que le habían estado atormentando, pero su pecho ya no le aprisionaba. Lo miraba todo desde otra perspectiva. Aún había momentos que le dejarían sin habla.


"Si no estás haciendo lo que amas, estás perdiendo tu tiempo".

- Billy Joel.

sábado, 31 de octubre de 2020

El huésped

<<Mis más ilustres señores. Puesto que habéis venido a mi posada un día más y vuestros carruajes tardarán en volver a por vosotros, permitidme que os cuente una de mis historias. Una que, probablemente, superará a las otras historias con creces. Pues esta historia no es una historia habitual. No trata sobre chismorreos entre personas de alta cuna, destrozos de borrachos o historias de clientes variopintos que pasan por aquí; no parroquianos, por supuesto. Recordad, una vez empiece la historia no debéis interrumpirme, pues me adelantaré a cualquier pregunta que tengáis y si no es así probablemente no valga la pena responderla. La historia comienza la semana pasada. ¿Recordáis aquella tormenta tan atroz? La posada se había quedado vacía aquel día. Las gotas de lluvia repiqueteaban sobre la acera como los granizos que suelen caer por febrero. El ciprés de aquí al lado se movía con tal fuerza que pensaba que se caería sobre una de las ventanas y terminaría encharcándome toda la madera del suelo. Me disponía a cerrar con llave cuando una misteriosa figura entró por la puerta. No oí carruaje alguno. Bien por el sonido del viento o, por lo que yo creo, bien por que no lo tomó. La figura vestía un abrigo negro completamente empapado, un sombrero de fieltro que le cubría hasta las cejas y una bufanda oscura que tapaba su rostro hasta la nariz. Me quedé observándolo con cuidado. Ya sabéis que no soy hombre de mucho confiar y menos con aquellos a quien no conozco. La figura se quitó su atuendo siniestro. Bajo aquel abrigo, sombrero y bufanda se descubrió una figura delgada, de gris traje, barba de entrecanas y gafas de miope. Se sentó en la barra y me hizo un ademán con la mano. Yo, que soy de buen comer y viendo el tiempo que hacía, había preparado un buen estofado aquel día para calentarme y calentar a los parroquianos que decidieran acudir a tal majestuosa posada. De modo que una vez me acerqué le pregunté si podía ofrecerle un plato caliente; a lo que él, con educación y pocas palabras, denegó y pidió un whisky. No parecía de por aquí y no paraba de preguntarme por qué aquel hombre había parado en un lugar perdido de Whitechapel con tan misteriosa aura. Así que le pregunté. Ya sabéis que no soy cotilla, pero soy curioso en cuanto a personas que entran por mi puerta. Él parecía cansado, con un aire de decepción y desesperación. Sus ojos indicaban querer desahogarse a la par que miedo de ser juzgado, pero finalmente se abrió. Me contó su historia, basada en algo más parecido a una leyenda que a una realidad. Me contó que había viajado por la isla. Viajó hasta Irlanda con la esperanza de encontrar a una vieja tribu pagana de la que se había informado. Aquella tribu utilizaba las viejas artes de los druidas celtas. Entre otras muchas cosas se decía que eran expertos en la molibdomancia y la oomancia. Vosotros, ignorantes como yo en este tema, os preguntaréis que diablos son estos palabros de los que hablo. Pues bien, parece ser que la molibdomancia es un antiguo método de adivinación que consiste en observar la figura que un plomo derretido crea cuando se vierte sobre una superficie plana. En la oomancia en cambio se usaba un huevo de ave para llevar a cabo tales fines, de forma excepcional el de una gallina. No me preguntéis como se lleva a cabo dicho ritual porque la verdad es que carezco de total imaginación para siquiera intentar explicarlo. Por lo visto dichos paganos utilizaban estas técnicas en la víspera del Samhain para predecir su futuro. Ellos consideran el Samhain la entrada a un nuevo año y sucede durante la noche del treinta y uno de octubre y la madrugada del uno de noviembre. Por lo que, dadas las fechas en las que estamos, aquello había sucedido hace escasos días. Pues bien, ahí me hallaba yo. Justo detrás de mi barra. Y ahí se hallaba él, justo en ese banco. No podía estar más absorto con la historia. Ya sabéis lo que me gustan las buenas historias. Lo que no alcanzaba a comprender era por qué le había dedicado una narración tan explicita a sus técnicas de adivinación en vez de explicar, simple y llanamente, que son una tribu de paganos bárbaros que juegan a ser magos. Y yo, que soy avispado para estas cosas, asumí que era precisamente por aquella intrigante adivinación por la que aquel misterioso hombre había abarcado tan tremendo viaje. Así que le abordé con la pregunta de cuál era su objetivo con tan bravo viaje. Él me comentó que ansiaba saber su futuro, pues hacía poco había perdido un ser querido. Supuse que sería su amada, pero dada su voz quebrada preferí guardarme la curiosidad para mí. Él ansiaba poder volver a comunicarse con aquel ser querido. Decía que su único objetivo era aquel. La noche se tranquilizó, la lluvia seguía repiqueteando, pero de forma tan relajada que podría haber dormido a un bebé que pidiera su sesión de lactancia. Cortó la historia sin previo aviso, cogió sus avíos y me pidió una habitación, a ser posible sin vecinos a los lados. Y así lo dispuse yo, sin mucha dificultad dado que la taberna estaba vacía. Bien, vayamos a lo que os interesa. Sentado en la cama, a punto de apagar el candil lo escuché. Un golpe seco contra la madera. Pensé en no acercarme por la intimidad de quien se hospeda en mi posada, pero no pude evitar echar un ojo. Al acercarme a su puerta vi por la parte inferior del marco un reflejo, como si de agua densa se tratara. Al acercar el candil vi la sangre. Pregunté si estaba todo correcto y sin dejar mucha demora abrí la puerta. Ahí fue cuando lo vi. Aquella figura, antes misteriosa, se situaba ante mi colgada y desnuda con el miembro amputado. Desconozco cual fue el pecado por el cual se castigaba, por el cual había acudido a los paganos. Todos nos imaginamos algo, pero aquella persona decidió emprender la valentía de los cobardes justo en mi posada. Y es por esa historia, queridos amigos, por lo que la taberna está tan llena hoy, por lo que habéis venido y por lo que hubiera deseado que aquel ciprés se hubiera reventado contra mi ventana. Por tener la excusa de no dar cabida a nadie y por borrar de mi mente tan macabra silueta>>.



domingo, 11 de octubre de 2020

La dramatización de un caso

Ambos llegamos por la mañana. El aire llegaba a los pulmones con esa fragancia característica de cuando la madrugada ha acabado hace breves minutos. Según nos acercábamos a nuestro destino, más se viciaba el aire. Todo acababa aquí. Once días atrás encontramos los cadáveres de dos jóvenes, los cuales hacía pocos meses que habían llegado a la edad adulta. Fueron encontrados por un viejo pescador al alba, seis días tras la muerte de ambos, en una cueva medio inundada junto a la cala del pueblo. Cuando vi la escena no pude evitar recordar mis clases de historia del arte. Me recordó al río Estigia y a los enamorados Orfeo y Eurídice. A aquella pintura en la que Caronte vigila a los enamorados justo antes de que Eurídice se desvanezca frente a los ojos de su amado a las puertas del Hades. Hacía once días de aquel día. Diecisiete de su muerte. Habíamos reunido toda la historia. Un fotógrafo de la zona se había obsesionado con nuestra Eurídice y le había ofrecido una sesión de fotos. Ella, joven, inocente y con el egocentrismo que tienen aquellas personas atractivas hoy día con las malditas redes sociales, aceptó. Lo que no contó el asesino es que nuestro Orfeo, celoso e intrigado, había decidido seguir a su novia hasta la sesión y con ello consiguió el mismo final. Todo acababa ahora. Tras once días, once días de desesperante investigación e interrogatorios, teníamos al dueño de tan dramática obra. Estacionamos en el aparcamiento de la cafetería, junto a su coche. Acababa de acabar su desayuno. Salió por la puerta. No corrió. No vaciló. Extendió sus manos para disposición de las esposas. Todo había acabado.

    Tras la recogida del susodicho por una patrulla que venía tras nosotros paramos a desayunar en aquella cafetería. Tenían puesto la emisora clásica. Un Para Elisa interpretado por la orquesta sinfónica de nosequé me abstraía y alteraba al mismo tiempo. Cadencia de sonidos que realizaban una danza macabra junto al olor del café, del cigarrillo y los pensamientos.

    - ¿Sabes? me cabrea la gente guapa. –Me atreví a atacar el silencio que existía entre mi compañero y yo-. La gente que es guapa y lo sabe. La gente que es guapa y se desliza por la vida en vez de andar, en vez de escalar. Me enfada. Me siento impotente. Y no por la envidia, si no por la adversidad que existe en hacerlos entender. Ser guapo tendría que venir como un don que entrenar junto con la inteligencia. El guapo e inteligente puede dominar el mundo. El que solo es guapo o guapa solo domina a la juventud. Un alma con habilidad caduca. Eso es lo que me enfada. Que desperdicien su vida por ser guapos.

    - El único responsable de su muerte es el asesino. No su atractivo. –Respondió mi compañero con esa frialdad característica de quien lleva años en esta profesión.

    - Es cierto. Pero es irónico. Es como aquel boom del “selfie”. Aquellas personas que morían al caerse por acantilados por el simple hecho de buscar unos “likes”. Estos chicos han muerto en cierta medida por esa condición que mueve ahora a la sociedad.

    - Demasiado emocional. Sigues culpando a su ego antes que al asesino. Como cuando el asesinato te recordó a aquella leyenda griega. Mira la historia como ha sido, no como la plasmarías en un libro. Un hideputa se ha cargado a dos jóvenes inocentes que no sabían de la vida más allá de lo que la juventud proporciona: inocencia. Ha finalizado algo que jamás se recompondrá. Finito.

    El silencio volvió. Junto con el final de la bagatela de Beethoven. Junto con las últimas caladas del cigarrillo de mi compañero. Y con ello mi impotencia.

    - Tu problema es que eres analítica. –Rompió él esta vez-. En ciertos aspectos es una virtud, puede ayudar a la investigación. Pero en esta profesión se necesita más la deducción. Hacemos justicia dentro de los marcos que tenemos. Sí, es probable que siendo menos atractivos no hubieran muerto. Es probable, como también es probable que hubieran muerto otros. O que un conductor ebrio atropelle a alguien y se de a la fuga. Siempre estamos con la muerte tras la oreja y no podemos obsesionarnos con ello y estar constantemente analizando el pasado. Por eso me gusta cerrar el círculo sentándome a tomar un café y fumarme un cigarrillo en silencio. Pienso en el caso, sí. Pero evito la hostigación propia.

    Asentí. Continué en silencio. Elisa se había acabado.


Orfeo y Eurídice